El ocaso del debate racional
La Real Academia otorga a la palabra “debate” dos acepciones. La primera, “controversia, discusión”; la segunda, “contienda, lucha, combate”. Casi sin darnos cuenta, en un momento inadvertido, nuestro país ha pasado de la primera acepción a la segunda.
Quizás sean las redes sociales el mejor escenario para advertir este cambio. La mezcla de anonimato/lejanía física, ser acreedor de un amplio foro que antiguamente estaba reservado solo a los poseedores de sabiduría y el ascenso de la opinión personal sobre la investigación objetiva son elementos que han generado que, aquellos que veían en las redes sociales un instrumento de valor incalculable para la divulgación de ideas y la pedagogía, vean horrorizados como éstas se han convertido en un campo de batalla dónde la pasión somete a la racionalidad. La rebelión de las masas orteguiana en versión 2.0.
Sería un error afirmar que este comportamiento en las redes sociales se haya generado de la nada, ex novo. Más probable es pensar que las redes sociales, así como las tertulias en la calle o en el bar, son una extensión popular de los debates que se generan en otro ámbito, concretamente en el político y en el periodístico, y cuya imagen reflejada otorga las características a nuestra propia forma de debatir e intercambiar opiniones.
Resulta difícil encontrar en el ámbito político ese debate racional que anhelamos. La política de partidos, tamizada con el persistente maniqueísmo goyesco de las dos Españas, insufla fuerzas a esa segunda acepción de la palabra “debate” entendida como lucha o combate. Bandos irreconciliables con sus militantes-hooligans que desarrollan su pensamiento no en base a la cognitividad íntima y serena propia de cada uno, sino como oposición a posteriori de la opinión del bando contrario o, en el mejor de los casos, repitiendo a pies juntillas las consignas del líder referencial de turno. Incluso se normaliza la utilización de un lenguaje belicista para “debatir” (en su segunda acepción que se alza): “Guerra de posiciones”, “guerra de trincheras”, “ejército regular” o “partisanos”, “asalto a los cielos”, “desparasitar las instituciones”, conceptos que nos envuelven en un aura de conflicto permanente y que han conseguido su mejor asidero en la contemporánea inutilidad del políticamente desactualizado eje “izquierda/derecha”.
Si el debate político se entiende como una contienda, lucha o combate entre dos bandos, a saber, la izquierda y la derecha, renegar intelectualmente del bando que te acogió equivale a la deserción, con su posterior consejo de guerra y exilio a esa “tierra de nadie política” tan conocida por los apátridas apartidistas. De ahí la absurda homogeneidad de pareceres dentro de los partidos políticos, su disciplina de voto (y pensamiento) y la dificultad para ir a contracorriente, bajo el clásico adagio anticrítico de “no tirar piedras sobre tejado propio”. Dario Adanti lo dejaba claro hace unos días: “Cuando la gente tiene que elegir entre verdad e identidad, escoge identidad”.
Que a los políticos les mueva el afán por obtener poder y para ello utilicen todas las herramientas del lenguaje a su alcance no es, en ningún caso, algo novedoso. Frente a este tipo de política de partidos, que en lugar de fomentar mayéuticamente el debate, lo reduce y lo simplifica para facilitar su propagandismo, históricamente han existido los medios de comunicación como cuarto poder de guardia. Personas que, sin ningún tipo de atadura partidista, pero con amplios conocimientos de la actualidad y el mundo que les rodea, ilustraban a los ciudadanos con su particular análisis, que si bien podría estar equivocado (todos cometemos errores), jamás era rehén de una aspiración de poder, como sucede con el político temeroso de contradecir a su líder.
Pero ya ni siquiera eso. Basta observar cualquier tertulia radiofónica o televisiva. En ella aparecen los considerados por ellos mismos paladines ideológicos, los primeros espadas de la “derecha” (sobre todo) y la “izquierda” que jamás desarrollarán un pensamiento propio y que limitan su desarrollo periodístico a atacar injustamente al adversario de turno o justificar lo injustificable en su propio bando, sea el tema que sea, bajo cualquier circunstancia. Llegamos así al ocaso del debate racional. Tan fácil cómo comparar las palabras del periodista de El País Manuel Morales en su artículo “Uf, tertulianos” con la respuesta directa dada por Francisco Marhuenda ("Déjame que le dé, que se entere") para comprender cómo esa negativa segunda acepción de la palabra “debate” se está convirtiendo en hegemónica. A esta clase de periodistas, ni siquiera hace falta esperar a escucharles o leerles para conocer su opinión, porque su previsible identidad hace ya mucho tiempo que reemplazó a su búsqueda de la verdad, convirtiéndoles así en entes vacíos y previsibles, incapaces de ilustrar al pueblo, incapaces de dignificar su profesión. Pero no nos engañemos, la misma sociedad que ha despreciado la lectura, la filosofía o el pensamiento crítico (en general la Ilustración) es la que ha parido a estos pseudo-periodistas y pseudo-políticos.
Del mismo modo que un fuerte pesticida en una plantación al final acaba introduciéndose y dañando hasta el substrato de tierra más profundo dejándolo estéril, la intoxicación dogmática y anti-intelectual de la actual política y de los medios de comunicación -¿por qué La Sexta Noche ha sustituido a La Clave?- sin duda se infiltra en todas las capas de la población, impidiendo nuestra propia germinación de ideas profundas y razonamientos contra intuitivos.
Nunca una sociedad tan desarrollada tecnológicamente ha tenido un nivel tan bajo de reflexión intelectual. Mientras unos y otros están confortablemente sentados en el simplismo eje izquierda/derecha, que no les exige demasiado, nuestra sociedad afronta unos retos de profundísimo y complicado contenido filosófico, que en ningún caso se circunscriben a la dualidad de “fachas” y “rojos”. Tenemos el deber de levantarnos contra aquellos que quieren sumirnos en la ignorancia para manipularnos a su antojo.
La clonación, la robótica (industrial y antropoide), la manipulación biogenética, la eutanasia, la maternidad subrogada, el desarrollo de la inteligencia artificial, las capacidades de la farmacología neuro-potenciadora, la posible vida extraterrestre, la destrucción continuada de nuestro propio ecosistema, la posible colonización de otros cuerpos celestes, la militarización del espacio exterior, el desarrollo de las tecnologías de la información y comunicación en aras de una democracia radical… etc. son debates candentes para los que, gracias a la mayoría de nuestros políticos y medios de comunicación (y a nuestra propia apatía individual), no tenemos las necesarias herramientas intelectuales para afrontarlos en toda su dimensión y complejidad. Evitemos los simplismos y no nos dejemos aborregar. Tampoco por los que consideramos “los nuestros”.
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