
EL PERISCOPIO
Por Juan Manuel Bethencourt
Florece un movimiento político fascinado por la fuerza como activo, sea para imponer su hoja de ruta o desarrollar una agenda basada en la ley de la jungla
Las palabras mágicas siempre han tenido un gran recorrido en política. Se trata de conceptos que funcionan de modo eficaz en la mente del receptor, asociadas a valores positivos que a su vez remiten a la posición ideológica de las organizaciones que compiten en elecciones democráticas. Por eso dicen los gurús de la estrategia que en una campaña política no gana quien tiene las mejores respuestas, sino quien es capaz de formular las preguntas más próximas a su propio interés. De este modo, unas elecciones centradas en la inmigración (y, de su mano, en la inseguridad ciudadana) y la debilidad de la economía siempre van a resultar más confortables para la derecha que para la izquierda. El concepto fuerza, nos guste o no, juega siempre a favor de las opciones conservadoras. Pero es que, además, en el actual escenario de las democracias posmodernas (para algunos, el escenario de la posdemocracia) hace algún tiempo que los progresistas entregaron algunas otras banderas. Por ejemplo, la igualdad, que ahora ya no es interpretada como la equidad en el acceso a las oportunidades (anhelo de la socialdemocracia), sino como rechazo a los particularismos de toda índole, sean estos de base territorial, género, raza, orientación sexual, religiosa, etcétera. La igualdad ya no representa la política social igualitaria, sino el rechazo a ese misterio llamado wokismo. ¿Esto cambiará en el futuro? Lo veo complicado.
¿Y qué pasa con la libertad? Fue un fetiche de la izquierda en la lucha contra el autoritarismo del antiguo régimen y el elitismo de las democracias trucadas por el privilegio de los poderosos. Pero la izquierda se lo dejó robar también, tanto en los grandes conceptos (presencia del Estado en la economía, exceso de regulaciones y burocracia, etcétera) como en los más prosaicos surgidos durante y tras la pandemia (limitaciones a la movilidad personal, cierre de establecimientos y demás episodios de aquellos años aún cercanos). Quizá estemos asistiendo a un giro de guion en este ámbito, pero no por una reacción de los progresistas, sino por los tintes autoritarios que muestra la nueva derecha sin complejos, un movimiento que tiene en Trump al nuevo mesías y a Elon Musk como apóstol predilecto. Se trata de un movimiento fascinado por la fuerza como activo político, ya sea para imponer su agenda o para desarrollar una agenda internacional basada en la ley de la jungla y la transacción permanente. Es decir, en la defensa de su propia libertad, la de unos pocos, en detrimento del resto. ¿Sabrán los progresistas entender la ventana de oportunidad que se les ha presentado? Quizá.
Hay una batalla crucial, está en juego el modelo de civilización para nosotros y nuestros hijos
Luego queda otro gran dilema: la lucha despiadada entre los conceptos de verdad y mentira. Vivimos en la era de las mentiras incrustadas en el ciclo de noticias de 24 horas y en la noria permanente de las redes sociales. Pero tenemos que aclarar que esto se ha producido siempre, desde que existen primero la política y luego el periodismo, y en todo caso el presente lo que ha hecho es incrementar el tonelaje de las falsedades y su capacidad de reproducción a escala prácticamente infinita. Aun así, hay algunas mentiras tan gordas que el único consejo que puede dar uno es el siguiente: no se las crean. A los que dicen, desde el Despacho Oval de la Casa Blanca o desde la cafetería de la esquina, que el dictador es Zelenski y el pacifista es Putin, pues no les crean, porque son idiotas o mentirosos, sobre todo lo segundo si además las falsedades las pronuncian desde posiciones de poder o influencia.
La sociedad moderna libra en estos momentos varias batallas cruciales, en las que está en juego el modelo de civilización para nosotros y nuestros hijos. Una tiene que ver con el sistema político que se impondrá en este siglo, si el de las instituciones y las reglas o el del poder duro y la arbitrariedad. La disyuntiva está por tanto entre la libertad y la autocracia, y cuando digo libertad no me refiero a la capacidad para tomar copas en una terraza, sino a la capacidad para ser libres, es decir, el derecho a expresarnos y decirle en la cara al poderoso que se ha comportado como un profesional de la mentira. Quizá lo único bueno del primer mes de mandato de Donald Trump sea la claridad con la que nos ha expuesto su condición de embustero sin escrúpulos, en proporciones que resultan groseras, las propias que un tipo astuto que ha entendido el poder que le da la atención que reciben sus barbaridades dialécticas. Así que cuando vean al hombre más poderoso del mundo, o al político español de campanillas, o al alcalde de su pueblo, soltar la típica sarta de mentiras absurdas, pues no se las crean. Frente a las mentiras de este tiempo solo hay un camino sensato: no creérnoslas y dejarle claro al que las pronuncia que no nos las creemos. Eso también es un ejercicio de libertad.
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