Con distrofia muscular, en silla de ruedas y desahuciado
Ali y su familia se han quedado sin casa después de vivir en una vivienda que pensaban que era alquilada
Ali Santana padece distrofia muscular de Duchenne. Tiene un 79 por ciento de discapacidad que le obliga a estar confinado a una silla de ruedas. El pasado 16 de junio se presentó la Policía Local en su vivienda, en Corralejo, y fue desahuciado. Tuvo una hora para sacar las cosas. Entre ellas, la cama adaptada en la que duerme.
Con los 500 euros de la paga de discapacidad y la ayuda del Servicio Público de Empleo Estatal (SEPE), que recibe su madre, pudo pagar el alquiler de un piso, aunque sólo puede quedarse un mes en él. Luego, el propietario lo volverá a ofertar como alquiler vacacional. El próximo mes Ali, su madre y su hermana de 18 años no saben dónde dormirán.
Son las 10 de la mañana. Hace cuatro días que fue desahuciado junto a su madre, Turia, y su hermana Dunia, de 18 años. Ali recibe a Diario de Fuerteventura sentado en su cama adaptada. Sonríe y empieza a responder a las preguntas con una madurez propia de quien está acostumbrado a llevarse azotes en la vida. Tiene 19 años. Con cuatro le diagnosticaron distrofia muscular de Duchenne, una enfermedad que provoca el desorden progresivo del músculo. Con ocho años, quedó atado a una silla de ruedas.
Nació en Fuerteventura, pero luego se fue con su familia a Gran Canaria. Tras algún tiempo allá, su madre decidió regresar con sus hijos a Fuerteventura en 2018. El padre de los chicos, aunque no vive con ellos, les había buscado una vivienda en la zona de Tamaragua, en Corralejo. Cuando Turia llegó a Fuerteventura, fue a empadronar a la familia al Ayuntamiento de La Oliva. Entre otros motivos, le urgía el empadronamiento para que sus hijos pudieran tener acceso al colegio. “Así, nos enteramos de que la casa donde vivíamos era de okupas”, explica Ali.
Al parecer, el propietario de la vivienda está en el extranjero. En un momento, cayó en manos de los okupas, que terminaron alquilándola al padre de los jóvenes. “Cuando nos enteramos de que estábamos en una casa okupada fue horrible. Mi madre no sabía ni lo que significaba la palabra okupa”, cuenta el joven. A partir de ahí, empezó el calvario para la familia. “No se vive bien. Sueñas con que un día nos van a echar. Así, hemos estado cinco años”, apunta.
Intentaron buscar otra vivienda de alquiler, pero no encontraron. Corralejo es una de las zonas más tensionadas de la Isla para hallar vivienda. Muchos propietarios han puesto el ojo en el alquiler vacacional y han renunciado al de larga temporada. Los alquileres que se encuentran están muy por encima de las expectativas que una familia se puede marcar con un solo sueldo. La falta de vivienda social es uno de los principales problemas a los que se enfrenta el municipio de La Oliva. “Buscamos por todos lados, pero siempre hay escaleras, ascensores estrechos o puertas por las que no puede entrar la silla”, dice Ali.
Con un 79% de discapacidad, no puede caminar y apenas mueve las manos
Al final, decidieron quedarse hasta dar con una vivienda donde el joven tuviera los recursos de accesibilidad necesarios y un alquiler acorde a los ingresos de la familia. La última vez que los valoradores le evaluaron, le asignaron un 79 por ciento de discapacidad. De eso hace dos años. En este tiempo ha ido perdiendo movilidad. Ahora, sólo mueve la cabeza, los dedos de las manos y apenas las muñecas. “La trabajadora social está mirando cómo puedo volver a ser valorado porque creo que tengo más grados de discapacidad”, explica.
Cobra 500 euros por la discapacidad. No recibe la ayuda de dependencia, a pesar de tener un grado tres. Con los 500 euros y los 300 que recibe su madre de una ayuda del SEPE, después de estar ocho meses trabajando en el Ayuntamiento de La Oliva, viven o malviven los tres. En ocasiones, han tenido que pedir vales de comida a los Servicios Sociales municipales, pero cuando la madre empezó a cobrar la ayuda los rechazó. “Ahora no pido nada porque estoy cobrando la ayuda. He dejado el hueco para otras personas que lo necesitan más”, dice Turia, que permanece sentada al lado de su hijo durante la entrevista.
“Con 500 euros no me da para llegar a pagar el alquiler”, dice Ali. “Y la ayuda del SEPE de mi madre se agota”, aclara. Con esa cantidad tendrán que hacer frente a un alquiler, recibos de agua y luz, comida e Internet. Y antes de que el lector de este reportaje piense que Internet no es necesario, Ali contesta que “hoy día se necesita para todo”. “Lo necesito para estudiar. Voy a pasar a segundo de Bachillerato. Antes iba al colegio, pero ahora lo estoy sacando online. Internet lo necesito sí o sí en casa”.
Cuando aún no llevaban un año en la vivienda de Tamaragua, recibieron el primer aviso de desahucio. Luego, llegarían otros. Turia fue al juzgado y pidió un tiempo de margen para buscar otra casa.“Yo no me iba a quedar ahí. Sé que la casa no es mía. Me dijeron que podía quedarme”, cuenta la mujer.
Luego, llegaron otros avisos de desahucio. El viernes 16, Ali recibió un WhatsApp del abogado del propietario donde le enviaba una foto de la nueva orden de desahucio. Tenía tres días para dejar la vivienda. “Parecía una broma. No me llegó por orden judicial, sino una foto a través del abogado. Imagina lo que es decirte que tienes que salir en tres días”, explica.
A mediados de julio, tendrán que dejar el piso que alquilaron tras el desahucio
A la familia se les vino el mundo encima. Llegaba el fin de semana y había poco margen de maniobra para buscar una solución. Aun así, llamaron a todo número de teléfono que cayó en sus manos esos días, pero ninguna de las viviendas reunía las condiciones para alojarlos. Ali asegura que estuvieron esos tres días “sin saber a dónde ir, guardando los enseres y pertenencias en un almacén hasta ver dónde podíamos llevar las cosas”.
Los nervios se apoderaron esos días del joven. “No ha querido comer. Ha tenido mucha ansiedad”, cuenta su madre. Y llegó el lunes. Antes de las diez ya estaba un coche de la Policía Local esperando fuera para llevar a cabo el desahucio. Cuando el reloj marcó la hora fijada, los policías le dijeron que estaban allí por un desahucio y que tenían diez minutos para desalojar la vivienda. “Salí a hablar y les dije que no quería problemas, pero les pedí que, por favor, nos dieran al menos una hora para sacar las cosas. El abogado no quería, pero el policía local me dijo que tranquilo y me dejó”, recuerda.
“No se puede vivir así”
“Vinieron dos o tres policías locales y unos cerrajeros”, cuenta. “Es muy agobiante estar en un sitio que no es nuestro. Nos íbamos a ir igualmente. Aunque pudiéramos quedarnos dos o tres semanas más, luego, volvería a ser lo mismo. No se puede vivir así”, lamenta.
Dunia, de 18 años, ha permanecido callada durante toda la entrevista escuchando a su hermano y a su madre. A la pregunta de cómo vivió ella aquellos momentos cuenta que lo único que pensó fue en sacar la cama adaptada de su hermano de la vivienda. No se le pasó por la cabeza que aún estaba convaleciente de una operación de vesícula. “Cuando me dijeron que me daban diez minutos, se me subió un nervio por dentro y solo pensé en la cama y empecé a desmontarla yo sola. Es lo más importante para mi hermano”, asegura.
Cuando aún no llevaban un año en la vivienda recibieron el primer aviso
Y añade Ali: “La tuvo que sacar mi hermana sola llorando por los nervios y la ansiedad. Tantos hombres que había fuera, pero la niña estaba sola desmontándola. No están obligados por su trabajo, pero si tienen corazón y quieren ayudar a alguien es lo menos que pueden hacer”.
Gracias a un amigo del padre pudieron desalojar las cosas y llevarlas a un almacén. Ali con su silla eléctrica ayudó a sacar cajas. “La puerta parecía un mercadillo”, recuerda. Durante el tiempo que duró el desahucio, estuvo fuera al sol. Fue él quien también se quedó vigilando las cosas varias horas más, mientras llegaba el furgón para la mudanza. Al final, el joven acabó con quemaduras del sol en los brazos, las piernas y la cara. “Hemos dejado la casa pintada y la puerta barnizada. Está mejor que como nos la encontramos”, deja claro antes de seguir su relato.
Al final, consiguieron una vivienda de alquiler vacacional por la que pagan 800 euros. Es muy pequeña. El salón lo ocupa la cama, la silla de ruedas y la grúa que el joven necesita para pasarse de la cama a la silla. El cuarto es para Turia y Dunia. El resto de la casa está lleno de cajas y maletas. Ali explica que en la vivienda sólo pueden estar hasta el 19 de julio. “Después no sabemos lo que vamos a hacer. No tenemos dinero para el alquiler y tampoco podemos quedarnos porque es un apartamento vacacional. Nos hicieron un favor alquilándolo un mes. Luego, quieren volver al vacacional”.
La familia se está planteando regresar a Gran Canaria para estar con su familia y cerca de los médicos que tratan a Ali, pero allí tampoco tienen dónde quedarse y los alquileres tampoco son baratos. “Estamos sufriendo y aguantando. No podemos hacer otra cosa. Estoy luchando por los tres para ver si salimos adelante”, cuenta Turia, de 61 años y con cara de llevar mucha responsabilidad a sus espaldas. “Si quisiera trabajar, no tengo a nadie que cuide a Ali”, al que hay que dar de comer, asear, vestir y moverlo para ponerlo en la silla de ruedas. “La vida es así, qué vamos a hacer”, dice resignada.
Comentarios
1 Anónimo Sáb, 08/07/2023 - 11:25
2 No. 1 Dom, 09/07/2023 - 06:55
3 Anónimo Dom, 09/07/2023 - 09:23
4 Carolina Dom, 09/07/2023 - 15:38
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