EL PERISCOPIO
Por Juan Manuel Bethencourt
“Tengo algo que decir, pero no sé el qué”, decía una ingenua pancarta del Mayo Francés, y algo hay de ello en la reivindicación antiturística
La controversia sobre los límites del turismo en Canarias y su gestión a cargo de administraciones públicas y operadores privados vuelve a la calle en coincidencia con el final de una temporada veraniega exitosa, que abre paso a un otoño también con óptimas perspectivas. El turismo en las Islas va muy bien y lo hace en consonancia con la situación general del sector, que acumula registros espectaculares como resultado de varios factores. Hay algunos que son generales, como el cambio en las pautas de consumo de la población (tras la pandemia queremos menos bienes y más experiencias, esa parece ser la idea fuerza). Otros tienen más que ver con el contexto internacional que incide sobre Canarias, y ahí deberíamos hablar de la fortaleza de la demanda europea, que resiste por ahora los vientos de crisis que afectan a Reino Unido y Alemania. Al final, es obligado hacer referencia a la propia competitividad del Archipiélago, que ofrece vacaciones de calidad a precios razonables y en condiciones de plena seguridad física y jurídica. Un destino turístico con una tasa de repetición elevada tiene sin duda motivos para afirmar que está haciendo bien las cosas. En algo teníamos que ser los primeros.
La propia evolución de los hechos recientes nos devuelve a la pregunta formulada en los últimos meses, y más concretamente desde abril, fecha de la primera convocatoria ciudadana crítica con el actual panorama del turismo y sus externalidades sobre el paisaje social y económico de las Islas. El mensaje de esta segunda intentona, por lo demás repetido respecto a la primera, apunta a que es necesario “hacer algo” para frenar el turismo desbocado que se apodera de las Islas. “Tengo algo que decir, pero no sé el qué”, decía una afamada y algo ingenua pancarta del Mayo Francés de 1968, y algo hay de ello en la nueva reivindicación antiturística, exponente máximo de un malestar que atribuye al negocio alojativo algunos males muy cronificados en nuestra sociedad, sobre todo la escasez de vivienda asequible, la mejorable redistribución de las rentas y los colapsos habituales en las infraestructuras de transporte. Que el turismo sea o no responsable directo de tales desagracias colectivas ya es otro cantar. Pero da igual: le queda bien el traje de malo oficial.
Ocurre que el Gobierno de Canarias no está en condiciones de garantizar el acceso a corto plazo a vivienda asequible en nuestras ciudades, pueblos y urbanizaciones colindantes a los establecimientos turísticos. Con la actual rigidez administrativa, es simplemente imposible, tan imposible como la paralización, previo pase por caja, de algunos proyectos turísticos emblemáticos puestos en cuestión por el movimiento ecologista, y no porque resulten escandalosos precisamente, sino porque resultan icónicos para la nomenclatura del “Canarias tiene un límite”, eslogan que entronca con esa visión decrecionista del modelo turístico. Así las cosas, son realmente pocos los objetivos conseguidos por la protesta del pasado 20 de abril, y esta ausencia de resultados sirve a su vez de combustible para una segunda intentona en otoño, que incide de nuevo en la saturación del destino, su bajo retorno social comparado con otras actividades y las interacciones negativas de todo tipo asignadas al turismo, con especial énfasis en el caso citado de la vivienda como lujo inaccesible para el bolsillo de los jóvenes y las clases medias del mundo moderno.
El Gobierno de Canarias no está en condiciones de garantizar el acceso a corto plazo a la vivienda
¿Qué novedad aporta la convocatoria del 20 de octubre? Poca cosa en realidad, pues el Gobierno canario ya ha dejado claro que no abordará la creación de un impuesto turístico que convierta al alojamiento en hecho imponible además del IGIC. Tras algunos fuegos de artificio, más salvas de fogueo que otra cosa, la realidad programática se abre paso y exhibe a una mayoría de gobierno claramente alérgica a la fiscalidad específica del turismo, una práctica que: a) difícilmente logra ingresos relevantes para la mejora del destino, el cambio del modelo o la activación de una política social robusta; y b) en modo alguno reduce la llegada de visitantes, en la medida que los turistas pagan de buen grado esos ligeros suplementos tributarios, en una especie de efecto bumerán que termina por limpiar la conciencia del turista y animarlo a viajar más. Es realmente paradójico: una medida cuyo gran activo conceptual es recordarnos que somos malos por ser turistas obtiene el efecto opuesto, pues pasaremos por buenos turistas por un módico precio.
En realidad, el debate sobre los límites del turismo en Canarias, cargado de vaguedades y extensión sobre otros campos de la gestión pública no siempre relacionados con la actividad recreativa-alojativa, solo ha tenido la virtud de plantear algunas reflexiones bastante obvias sobre el uso de los espacios naturales que son al mismo tiempo parte del atractivo de las Islas para el visitante local o foráneo. En este campo llegamos tarde, pero parece que llegamos por fin, con pasos temerosos, resultado de un esquema mental que durante décadas fue opuesto al actual, basado en el miedo a perder al turista europeo también seducido por la costa turca y las playas del ahora inestable Mar Rojo. Es que incluso en la geopolítica nos vienen bien dadas. Realmente va a ser complicado poner un límite al atractivo turístico de Canarias, al menos hasta que el calentamiento global nos enseñe una nueva realidad climática que, seguro, no nos va a gustar.
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