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Claudia, la migrante que enseña español a los tripulantes de las pateras

La joven, de nacionalidad colombiana, lleva dos años en la Isla, donde ha pedido protección internacional

Eloy Vera 0 COMENTARIOS 16/02/2022 - 07:04

Claudia Castillo se reúne varias veces en semana con personas migrantes, algunas de ellas llegadas en patera a Fuerteventura, para enseñarles cómo se saluda en el país al que han llegado, cuántas conjugaciones tienen los verbos en español o cómo presentarse en un hipotética entrevista de trabajo. Gracias al voluntariado, ha recuperado la posibilidad de ejercer la docencia, la profesión que más ama y por la que tuvo que huir hace dos años de su país, Colombia.

La joven, de 33 años, aprendió lo que significa la palabra voluntariado de boca de su madre. Desde pequeña vio cómo esta ayudaba en la iglesia y en mercados solidarios. Junto a su familia tuvo una infancia feliz en un barrio de clase media de Cali y una adolescencia tranquila, con toda la tranquilidad con la que se puede vivir en uno de los países con más delincuencia del mundo. Estudió Administración de Empresas. Mientras esperaba poder ejercer su profesión, se fue ganando la vida como secretaria, asistente de calidad, cuidadora de niños..., hasta que decidió dedicarse a la docencia.

Un día se le presentó la oportunidad de dar clases en un colegio de primaria de la zona oriente de Cali, un territorio donde pobreza, marginalidad y delincuencia van de la mano. Entró en septiembre de 2018 para dar clases de robótica, informática y refuerzo de matemáticas. La oportunidad laboral llegaba de la mano de un proyecto de MakerSpace junto a la Fundación Dar Amor. “Era una zona muy marginal, donde robar y matar era casi una profesión”, sostiene la joven. El pánico llegaba a tal punto que la mayoría del profesorado optaba por ir en guagua para evitar que le robaran el vehículo.

Un mes después de llegar, empezaron las amenazas y robos. Le sustrajeron la tablet, el móvil... Más tarde llegaron los insultos, algún empujón y la extorsión, como tener que pagar una cuota semanal a cambio de su seguridad. “Los alumnos sabían que tenía tableta y celular y asumieron que tenía mucho dinero y lo fueron contando por la zona”, explica. Los rumores llegaron a oídos de las mafias y empezaron a perseguirla.

Tras un año de amenazas, decidió renunciar a su puesto de trabajo. Claudia asegura que se sentía perseguida: “La ansiedad era horrible”. Junto a su marido se cambió de casa, pero seguían las amenazas y la vigilancia.

Cansados, decidieron que la única opción era abandonar el lugar. Pensaron en la capital de Colombia, Bogotá, pero tampoco era una zona muy segura y Claudia no quería seguir viviendo teniendo que mirar hacia atrás cada vez que daba un paso. Al final, la tía de su esposo, una colombiana residente en Fuerteventura desde hace dos décadas, les planteó la oportunidad de viajar a la Isla. No lo dudaron y empezaron a hacer la maleta.

Cogieron un avión desde Bogotá a Fuerteventura, con escala en Madrid. “Es triste renunciar a todo y empaquetar tu vida en una maleta de 10 kilos. La ropa, los zapatos, el champú..., se consiguen, pero el abrazo de tus padres, no. Aquí he encontrado gente muy buena, pero echo mucho de menos a la familia”, dice entristecida.

La joven da clases de español a migrantes, como voluntaria en la asociación Ikual

En el avión, Claudia iba con el corazón en un puño. Le atemorizaba pensar que tenía que pasar por las oficinas de extranjería del aeropuerto de Madrid. Tras superar los controles, respiró, dio gracias a Dios, pero miró alrededor y empezó a darse cuenta de que había llegado a un país con el que, a pesar de compartir idioma, hay barreras culturales difíciles de soportar. Horas después, llegó a Fuerteventura. Fuera del avión, hacía horas que había oscurecido. Al día siguiente, cuando se levantó, se preguntó ¿ahora qué?

Ella y su marido llegaron a Fuerteventura días antes de que todo el país cerrara las puertas de sus casas para evitar que entrara el virus del Covid. “Sobrevivimos con los ahorros que trajimos tras haber vendido nuestras cosas. Pudimos alquilar una habitación y, gracias al apoyo de la familia de mi esposo, íbamos viviendo”, cuenta.

A pesar de haber sido un cambio drástico, Claudia reconoce que en la Isla ha encontrado tranquilidad. Aún se sorprende de poder dejar el móvil sobre la mesa de la cafetería mientras toma café o llevar un colgante al cuello sin el temor de que se lo intenten arrancar. “Es gratificante andar con una mochila a la espalda sin pensar que, de un momento a otro, la pueden abrir y sacar las cosas”, asegura.

Meses después de llegar, acudió a Cruz Roja. Quería tener la mente ocupada y pensó que el voluntariado la podía ayudar. Allí, comenzó a dar clases de refuerzo escolar a niños y a hacer labores administrativas. Hace unos meses, ha empezado a dar clases a las mujeres inmigrantes que han llegado en patera y se alojan en un recurso de la ONG.

Asilo en pandemia

Tras llegar, pensó en solicitar protección internacional, alegando que era víctima de amenazas en su país. En 2020, 27.576 colombianos solicitaron protección internacional en España debido a las situaciones de peligro y persecución a la que se ven sometidos en su país.

Claudia se encontró con todas las trabas que supone solicitar asilo en este país, a lo que se sumaba una pandemia que hacía aún más difícil todo. Esperó durante meses la cita de la Policía. La falta de medidas de protección, entre ellas una mampara en la comisaría, provocó la suspensión de las citas.

El precio de los abogados era desorbitado y no podía pagarlo. En Cruz Roja le hablaron de María Lareo, una abogada especializada en migraciones, y de Beatrice Kunz, una cooperante con bastante bagaje en temas de migración. Ambas, habían creado hacía unos meses Ikual, una asociación destinada a prestar asesoramiento legal a los inmigrantes. Sin dudarlo, se puso en sus manos.

María y Beatrice le hablaron de los proyectos que Ikual tenía pensado llevar a cabo a corto plazo. Entre ellos, iniciar un taller de clases de español. Ella les contó su experiencia como docente. Tiempo después, se vio delante de un grupo de personas, muchos de ellos magrebíes y subsaharianos, que se aferraban a la lengua de Cervantes como llave para conseguir un empleo en España.

Claudia asegura que se identifica con ellos porque también tuvo que huir de su país

“Esto es lo que yo quiero. Sé que, en estos momentos, no voy a entrar en un colegio a trabajar, pero me gusta mucho la educación y así puedo seguir dando clase. Al final, es la forma de hacer algo que me gusta y me apasiona y, a la vez, me permite ayudar y también estar ocupada”, sostiene.

A lo largo de estos meses, ha escuchado algunas de las historias de sus alumnos: los motivos por los que migran, la esperanza del viaje y la desilusión al llegar a tierra y toparse con otra realidad. De todas ellas, recuerda la historia de un pescador senegalés que tuvo que dejar su país después de que las flotas europeas y asiáticas empezaran a dejar sin peces su mar. “Me enseñaba fotos; me hablaba de su esposa y de sus dos hijos a los que tuvo que dejar en Senegal y lo difícil que era todo aquí. Se sentía solo”, recuerda.

“No les puedo ayudar con dinero, pero puedo hacerlo de otra forma. A mí me ayudan en la Isla y por eso yo también quiero ayudarles. De una u otra forma, me siento identificada con ellos. Llegamos por medios diferentes, yo en avión y ellos en patera, pero también estoy de forma irregular en la Isla y también tengo que buscarme la vida”, explica.

Desde hace algún tiempo, colabora con el Equipo de Respuesta Inmediata en Emergencias (ERIE) de Cruz Roja, el servicio que se encarga de atender a los inmigrantes a pie de muelle. Aún se le revuelve el estómago cada vez que ve llegar una embarcación con bebés a bordo. En cada patera llegan personas que, como ella, tuvieron que huir de su país. La única diferencia es que ella lo hizo en avión con un permiso como turista y ellos en una neumática sin poder acceder a un visado.

“Veo las caras con las que llegan, que demuestran que, realmente, lo han pasado mal y cómo se les cambia cuando se sienten salvados. Te dan las gracias y no paran de repetir ‘gracias’ cuando les das abrigo, comida...”, cuenta.

Sabe que la oportunidad de dar clases en un centro escolar en España está muy lejana. De momento, seguirá colaborando con Cruz Roja, a la que no para de agradecer todo el apoyo prestado desde que llegó a la Isla, y a la asociación Ikual. En María y Beatrice ha encontrado un aliento: “Me han dado un trato que reconforta, equiparable a un abrazo de la familia”. A España le pide poder tener un trabajo en regla. En Fuerteventura es feliz, aunque le sigue quitando el sueño no poder enviar algo de ayuda a sus padres.