Produce 500 litros al año en un cuarto de apenas 3,5 metros cuadrados localizado en una azotea donde la cerveza se bebe pero no se vende, pues es un ‘hobby’ dedicado en exclusiva al autoconsumo
Una de las microcervecerías más pequeñas (y disfrutonas) del mundo está en Puerto del Rosario
Produce 500 litros al año en un cuarto de apenas 3,5 metros cuadrados localizado en una azotea donde la cerveza se bebe pero no se vende, pues es un ‘hobby’ dedicado en exclusiva al autoconsumo
La escalera trepa decidida hasta el último piso de un edificio situado en el centro de Puerto del Rosario. Una puerta de aluminio da acceso a la azotea comunal y a una intensa luz del sol del mediodía que te obliga a cerrar los ojos camino de uno de esos típicos cuartos de lavadora rodeados de líneas donde cuelga la colada. El día es tan luminoso como lo es la sonrisa de Antonio Mengual, taxista de profesión, 49 años y la ilusión de un niño con zapatos nuevos cuando abre la portezuela y enseña su rincón de felicidad favorito. “Bienvenido a La Atalayita”, señala pomposo mostrando un cuartucho diminuto donde apenas hay sitio para un frigorífico, una estrecha mesa pegada a la pared, una pileta, un grifo de cañas, dos barriles de acero inoxidable y nuestro flamante maestro cervecero, pero también mucha tecnología, wifi y control remoto incluido. Sin espacio para nadie más, las visitas esperan fuera, expectantes frente a esa maravilla fresca y espumosa que sale de tan diminuto rincón de sorpresas. Son apenas 3,5 metros cuadrados de la que muy probablemente sea una de las microcervecerías más pequeñas del mundo. Solo le supera en miniatura la que tiene un amigo en un velero anclado en La Graciosa.
Liliputismo al poder. Es la revolución de las cervezas artesanas, una afición con cada vez más seguidores en Canarias, entusiastas alquimistas en el difícil arte de hacer lo máximo con lo mínimo, transformando poco más que agua, malta y lúpulo en pura alegría.
La entrevista no puede desarrollarse en mejor lugar, tocando el cielo frente al mar y el puerto, volando sobre los tejados con esas alas que nos da una copa de oscuro líquido coronado con un dedo de espuma. “Esto es una APA, una American Pale Ale, que es como una IPA, una Indian Pale Ale, pero algo menos amarga y más aromática”, explica con tanto detalle que por un momento me pierdo en la danza de sus burbujas. Nada que ver con una cerveza industrial. Aquí cada sorbo sabe a caramelo, a frutas e incluso a flores. Es otra historia. Y hablando de historias, la de Antonio con las cervezas resulta sorprendente.
“Yo llegué a este mundo bebiendo y probando cervezas artesanas, claro. Hace unos años era bastante difícil acceder a ellas en Fuerteventura, así que en cuanto las veías en algún sitio las probabas porque eran muy diferentes a las más comerciales que estábamos habituados a consumir. Podemos decir que el lúpulo me enganchó al mundo de la cerveza”.
Amistad y tragedia
En esta historia hay dos momentos fundamentales. Uno se basa en una gran amistad y el otro en una inmensa hecatombe. El amigo es Manuel Trenado, propietario de La Paneteca de Lajares, una de las mejores panaderías de este país, entusiasta de las levaduras, ya sean las del pan o las de la cerveza, pues en realidad las dos fermentan con la magia de la Saccharomyces cerevisiae, la misma que igualmente transforma el mosto en vino. Manuel y Antonio comenzaron a hacer cerveza en la casa del primero en Villaverde, al norte de la Isla, una excusa excelente para pasar largas veladas investigando y experimentando los secretos de la vieja bebida. Pero llegó la pandemia de Covid y el maldito virus lo puso todo patas arriba.
“Es como conducir el taxi, al final todo se resume en experiencia”
Así nació La Atalayita, un refugio y un entretenimiento en esos tiempos de zozobra en los que nadie podía salir a la calle. A Mengual le pilló bien atrincherado. “Todo el mundo estaba loco por ir a los bares y yo tenía cerveza en la azotea por barriles”, reconoce. En su caso, la parte alcohólica de la bebida es lo menos interesante del proceso. No se trata de emborracharse ni nada parecido, tan solo busca pasárselo bien antes, con el cuidadoso diseño inicial de la receta, luego, durante el largo proceso de elaboración (un mes de media) y finalmente compartiendo el resultado con amigos, en tranquilas tardes de fin de semana donde el preciado barril recién fermentado se alarga tanto como las conversaciones y las risas.
“Hacer cerveza es algo muy sencillo. Es como conducir el taxi, al final todo se resume en experiencia y ganas”, explica con la sencillez del sabio. También reconoce humilde que en esta espumosa aventura ha sido fundamental la ayuda de los que van por delante en la afición, de otros entusiastas de las microcervecerías artesanas a los que ha ido conociendo gracias a una asociación de grandes expertos en esto de “hágaselo usted mismo y disfrútelo con los amigos”. Es la Asociación de Cerveceros Caseros de Canarias (ASCECCA), una entidad sin ánimo de lucro dedicada a promover y difundir la cultura de la elaboración de cervezas caseras en las ocho islas, La Graciosa incluida. En Canarias suman más de un centenar de personas, pero en Fuerteventura no son muchos, apenas tres o cuatro. Juntos navegan con alegría por las procelosas aguas de comprar lúpulos extraños por medio mundo (Cascade, Centennial, Chinook, Mosaic, Simcoe), o maltas de tostados imposibles (Galleta, Victory, trigo, centeno, pálida) que ellos mismos muelen con primor de molinero.
Su mayor reto es la actividad que han bautizado como “sal de la zona de confort”. Consiste en introducir en un bombo papeletas con los nombres del centenar de estilos reconocidos por la BJCP (Beer Judge Certification Program), descartando tan solo las más complicadas, como las ácidas que necesitan el añadido de bacterias o las que hacen una larga crianza en barricas de madera, algo imposible en espacios tan reducidos como La Atalayita. El compromiso es enviar un botellín de ese difícil líquido a cada uno de los otros participantes para que lo caten y juzguen su calidad, al tiempo que catas y juzgas el trabajo de los demás. No hay premios, pero sí mucho compañerismo. Otras veces compiten entre ellos por lograr la mejor cerveza casera de Canarias, pero a Antonio Mengual esto de los campeonatos es algo que no le interesa. “Me gusta participar, pero no competir”, se justifica.
Invento femenino
La cerveza es una de las bebidas fermentadas más antiguas de la humanidad, surgida de la fermentación alcohólica de una sopa de cereales ayudada por la acción de las levaduras. Se piensa que nació en el Neolítico, al mismo tiempo que el pan, con quien comparte receta y madres, pues fue un invento femenino surgido gracias a la inspiración de las primeras mujeres cocineras. Los egipcios ya la consumían con alegría hace 5.000 años, pero hasta la Edad Media no llevaba lúpulo, esa planta trepadora que le aporta el característico amargor al tiempo que ayuda a su conservación. El añadido se le ocurrió en el siglo XII a Santa Hildegarda de Bingen, una sabia abadesa benedictina que además de cervecera, teóloga, escritora, compositora musical y botánica, describió por primera vez el orgasmo femenino.
Lo que más le gusta de la cerveza es hacerla, enfrentarse a la receta
Pero volvamos a la microcervecería de La Atalayita en Puerto del Rosario, surgida en competencia con el excelente pan artesano que también Antonio hace en casa con la misma afición exploradora y las mismas ganas de compartirlo. Aunque el éxito, reconoce entre risas, no es el mismo. “Antes no venía nadie a probar mi pan y ahora todo el mundo quiere venir a probar mi cerveza”.
El proceso de elaboración de tan preciado elixir tiene toda una ceremonia. Siempre hace dobles lotes, porque solo tiene dos calderas y porque ante todo le gusta la variedad, el experimento de probar lo diferente y normalmente antagónico. Si elabora una cerveza muy clara y fácil de beber la otra será muy maltosa, oscura y potente “para diversificar y no aburrirme”. Una producción que está directamente asociada a su autoconsumo festivo entre amigos, siempre gratuito, pura generosidad, apenas 500 litros de cerveza al año de todos los tipos y colores posibles. Su excelente pan artesano tiene menos fans.
Nacido en La Guijarrosa, un pequeño pueblo de Córdoba (1.300 habitantes) situado entre Écija y La Carlota, Antonio Mengual lleva ya más de 20 años viviendo en Fuerteventura. La mayor parte de ese tiempo ha estado trabajando como taxista; es por lo tanto un excelente conocedor de su geografía y sus gentes. “Me he creado un gentilicio particular porque estoy muy agradecido a esta tierra que me ha recibido pero tampoco puedo dar la espalda al lugar de donde vengo, así que me autodefino como andajorero, mitad andaluz y mitad majorero”.
Lo que más le gusta de la cerveza es el reto de hacerla, enfrentarse a la receta, experimentar con ella, mejorarla adaptándola a sus gustos. Es un hobby lleno de complicaciones que reconoce resolver con buena nota de acuerdo a la valoración final de los amigos, implacables jueces en esto de beber y opinar.
Aunque le gustan todas, como buen creador tiene sus preferencias. “Mi favorita es la American Strong Ale”. La define como “una cerveza potente, bastante maltosa, con mucho carácter torrefacto pero no quemado, muy armónica, y eso que le añado un poco más de lúpulo del habitual”. Todo un mundo tremendamente exigente, donde el peor juez es él mismo, una presión que acepta con vocación de mejorar, humilde desde esa atalaya donde contempla el mar a través de la turbiedad de una espumosa copa alta como un mástil, nada de vasos. Es el suyo un brindis dirigido al sol, a la cultura, a la amistad y a lo pequeño; la magia de los apenas 3,5 metros cuadrados de una de las cervecerías más pequeñas y queridas del mundo, atalaya del buen vivir.
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1 Un indignado más Vie, 15/11/2024 - 08:23
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