EL PERISCOPIO
Por Juan Manuel Bethencourt
El envite planteado a los líderes del mundo occidental pasa por exigirles ser buenos vasallos, aunque nunca tendrán un buen señor
El sistema político mundial parece haberse dado la vuelta con apenas unos días de Donald Trump como todopoderoso inquilino de la Casa Blanca. Desde fuera podría entenderse que el de nuevo presidente de EEUU logró una victoria arrolladora en noviembre pasado, aunque en realidad no fue así. Su diferencia en votos respecto a la candidata derrotada, la ya exvicepresidenta Kamala Harris, ascendió a un punto y medio porcentual, es decir, la diferencia más exigua desde las presidenciales de 2000, cuando Bush hijo derrotó a Gore por unos centenares de sufragios dudosos en Florida. Pero, por mucho que nos empeñemos en ello, dato no mata relato, sino al revés. Trump ha iniciado su segundo mandato amparado en la certeza de su poder absoluto, aunque su mayoría resulte exigua en términos numéricos. Eso sí, dispone del inmenso poder presidencial (que él intentará que sea ilimitado), de una corta pero disciplinada mayoría en las dos Cámaras y de una bala de plata en forma de Tribunal Supremo con tendencia claramente conservadora. Eso y el nuevo ecosistema del poder tecnológico, que ha cambiado claramente de bando o quizá ha optado por quitarse la careta para recordarnos que lo importante en las cosas del poder es también seguir el rastro inequívoco del dinero.
Hay un par de términos de reminiscencia medieval circulando estos días en las cabeceras de todo el planeta. Uno es el tecnofeudalismo, utilizado para definir la nueva superestructura del capitalismo digital, centrado en el uso masivo de los datos ajenos, la concentración de la atención, el desarrollo de la Inteligencia Artificial, la configuración de realidades paralelas y el despliegue del llamado capitalismo límbico, centrado en fomentar las adicciones de los consumidores, ya sea a través de sustancias tóxicas, casinos en línea o vídeos de TikTok. Este nuevo poder de clara tentación expansiva (algunos quieren ganar la nueva Guerra de la Galaxias pisando Marte con pase VIP y jugar a ser Dios en busca de la inmortalidad) se cimenta sobre una interpretación muy peculiar de la palabra libertad. Esta libertad es entendida como un salvoconducto para los elegidos, una barra libre en la que se pueden diseñar realidades paralelas (qué visionario fue George Orwell, nunca han estado tan difuminados los bordes entre verdad y mentira), y donde el ejercicio de esa misma libertad se conjuga solo en primera persona del singular. Musk, Zuckerberg, Altman y demás tropa no defienden la libertad, defienden su libertad, que no es lo mismo. En el camino pueden pisotear reputaciones, realidades, la estabilidad de países enteros. Es el destino de los nuevos siervos.
La otra palabra que acompaña a la llegada del poder de Trump, con toda su fanfarria, tiene también sabor añejo. Es la palabra vasallaje. Estamos en la era del vasallaje, y el nuevo presidente de EEUU lo ha dejado claro desde el primer día: en su marco mental o eres vasallo o eres enemigo, no existe un lugar para conceptos como aliado o socio, tampoco para el simple adversario. Hay una extensa literatura geopolítica sobre la teoría de los hegemones, entes políticos personalistas que sólo hablan y negocian entre ellos, negando cualquier concesión a los jugadores menores. Trump ha recuperado las tesis del espacio vital en detrimento de México, Canadá y la Unión Europea (ahí está el dosier Groenlandia), y esta formulación ya lo sitúa en la misma lógica que desde hace años abanderan Putin y Xi, los otros hegemones del tablero con permiso de la India gobernada por Modi. Por tanto, el envite planteado a los líderes políticos del mundo occidental pasa por exigirles ser buenos vasallos, aunque él nunca resulte ser un buen señor. Es la era del Cantar del Mío Trump.
Una política promarroquí de Trump en esta zona del mundo nos obliga a permanecer muy atentos
Aspirantes al vasallaje hay. Y son muchos. Y son unos cuantos también en España, listos para obtener su recompensa en forma de fotos en despachos ilustres y certificaciones de idoneidad con el espíritu de los tiempos. Santiago Abascal, líder de Vox, es de largo el mejor posicionado en el ecosistema trumpista, aunque el PP dispone también de algunas conexiones vía la parte más ortodoxa del Partido Republicano o lo que queda de él. Pedro Sánchez, por el contrario, tiene un escenario imposible, acosado en el interior y listo para ser laminado por la picadora de carne de la Casa Blanca como exponente europeo del socialismo woke, porque desde hace unas semanas todo es woke en el diccionario geopolítico, incluidos el feminismo y las políticas centradas en frenar el cambio climático. Un nuevo tiempo.
Pero cuidado con los excesos de euforia y los vaticinios felices con la banderita española en la muñeca (derecha). Ser vasallo es un oficio duro, porque en un mundo sin principios solo los intereses tienen valor real. La Administración Trump va a proyectar su política africana a través de un socio muy preferente, llamado Marruecos. Y esto irá más allá de consolidar la anexión del Sáhara Occidental o al menos intentarlo. Habrá movimientos en la cornisa atlántica de nuestro vecino. Los autodenominados patriotas españoles van a tener que decidir muy pronto si aceptan o no la cara B del vasallaje, que es la sumisión siempre y en todo lugar. Una política promarroquí de Trump en esta zona del mundo nos obliga a permanecer muy atentos, no porque Marruecos sea un enemigo potencial, sino porque habrá una tentación clara en el sistema político alauí para sacar partido de esta sobrevenida renta de situación. Esa oportunidad solo puede prosperar a costa de España en general y de Canarias en particular. A la derecha extrema española, antes antisemita (hoy seguidora de Netanyahu), siempre antimarroquí, puede atragantársele el test de vasallaje.
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