0 COMENTARIOS 21/12/2025 - 09:08

La dirección de este medio tuvo la gentileza de invitarme al muy madrugador (y suculento) convite prenavideño de este medio, que Manu Riveiro hizo coincidir con la primera edición de la gala de entrega de los Premios de Periodismo y Ensayo Manolo de la Hoz. No sobra decir que fue una velada formidable, amenizada por la charla con compañeros a los que solo conocía por su firma en las páginas de Diario de Fuerteventura y Diario de Lanzarote, y que mostraron en esa destacada noche un par de convicciones que siempre resultan refrescantes cuando uno las tiene delante: la primera es la naturalidad, porque los periodistas nunca somos protagonistas de nada; la segunda es la memoria, traducida en este caso en el homenaje póstumo al compañero desaparecido. Tengo que saber más cosas sobre el trabajo y legado de Manolo de la Hoz. En cualquier caso, su memoria está en muy buenas manos.

No sé si por masoquismo, o por endogamia, o por todo al mismo tiempo, la crisis de la profesión periodística es tema de conversación frecuente en esta clase de eventos. Esto ha coincidido además con el desplome notorio del modelo de negocio de los medios de comunicación, zarandeados hace década y media por una tenaza mortal entre la caída de sus principales anunciantes, por un lado (sector inmobiliario, automóviles, anuncios clasificados, sector público), y, en segunda instancia, por la imposición de un modelo de gratuidad impuesto por la revolución digital que trasladó el contenido, pero no los ingresos, desde el papel a las pantallas de ordenadores, tabletas y móviles.

La insurgencia de ese territorio salvaje llamado redes sociales (aunque ahora reparamos en que es un salvajismo instrumentalizado desde arriba) ha supuesto la estocada al despojar al periodismo del que quizá era su bien más preciado: el cuasi monopolio de la intermediación entre la audiencia y los protagonistas de los acontecimientos. Porque en esto ha acabado aquello que se dio en llamar periodismo ciudadano: ya no hay bomberos profesionales, sino tribus polarizadas, cada una con su manguera (o lanzallamas), prestas para chorrear (o abrasar) al más pintado. Porque así es, el algoritmo solo premia el radicalismo.

El resultado de todo ello es un escenario inquietante, que promueve la polarización al mismo tiempo que vende una falsa pluralidad informativa y de criterio editorial, porque ha olvidado que esa pluralidad se cultiva también de puertas hacia dentro. Cuando en un medio de comunicación en concreto todas las piezas apuntan en la misma dirección, si en las tertulias todo el mundo está de acuerdo porque sus componentes han sido elegidos precisamente bajo la premisa de retroalimentar consignas, entonces podemos concluir que el periodismo ha dejado paso a otro negocio, el negocio del poder, al que el periodismo siempre ha sido cercano, no nos engañemos tampoco, pero bajo ciertas reglas de distancia que visto el panorama actual ya han saltado por los aires.

Quizá sea simplemente una cuestión de supervivencia, y cualquiera que haya dirigido un medio se ha enfrentado a este dilema: ¿quieres mantener una pureza absoluta o quieres que tus colaboradores conserven su puesto de trabajo? Les aseguro por propia experiencia que no es un momento sencillo de gestionar. En eso los periodistas tampoco somos distintos del resto de los mortales: en todo lo que hacemos corremos el riesgo de dejarnos algunos pelos en la gatera.

¿Tiene porvenir este oficio, el periodismo, maltratado por sí mismo y por la revolución tecnológica (y no necesariamente en este orden)? Solo sobrevivirá si es capaz de mantener la singularidad, esa cualidad bajo riesgo con la irrupción de la Inteligencia Artificial y los comandos de lenguaje que amenazan con hacernos inservibles a todos.

La insurgencia de las redes sociales ha privado al periodismo del monopolio de la intermediación

La singularidad es la piedra filosofal que puede animar a un lector a terminar la lectura de una pieza y quizá a dar de alta una suscripción de precio muy moderado. Y es una senda complicada, pero con varios caminos alternativos. Uno de ellos es sin duda el enfoque local, el escenario doméstico que ofrece contenidos fuera del radar de los medios de mayor tamaño. Este periódico puede ser un buen ejemplo de ello, pues tiene claros sus objetivos, su ámbito de actuación y una mirada sobre los acontecimientos que se define como propia sin la fatua pretensión de entrar en colisión con ninguna otra.

El otro camino, acaso el único que goza de buena salud en estos tiempos atribulados, es el periodismo gourmet, que se adapta muy bien al ecosistema digital en la medida que conecta un gran contenido con audiencias selectas a escala global, en muchas ocasiones asociadas a temáticas específicas. Este modelo de medios con estrella Michelin anda bastante flojo en España y prospera por encima de todo en el mundo anglosajón, siendo además un endemismo del primer mundo.

En medio de todo ello está el periodismo generalista de toda la vida, que exhibe en no pocas ocasiones el típico comportamiento de los muertos vivientes en las películas: ya no vive, no entiende que no vive y solo trata de hacerse notar a través del histrionismo, el ruido propio y la sangre ajena. La nostalgia, conviene recordarlo, no es una receta eficaz contra este virus mortal. El oficio que aprendimos ya no volverá.

Pensándolo un poco, quizá la culpa es nuestra por habernos dedicado al periodismo. Fuera quejas, entonces. Pero qué bien lo pasamos la noche del 20 en la entrega de premios y cena posterior. En los malos tiempos siempre hay hueco para los buenos ratos.

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