Las palmeras que crecen en el campo no se deben podar, ya que las heridas ocasionadas durante el proceso se convierten en una peligrosa vía de entrada de enfermedades
Abandono, cambio climático y plagas aceleran la extinción de los palmerales
Las palmeras que crecen en el campo no se deben podar, ya que las heridas ocasionadas durante el proceso se convierten en una peligrosa vía de entrada de enfermedades
Los palmerales naturales de Fuerteventura se mueren. En realidad los estamos matando. Basta con dar estos días un paseo por el Barranco de Río Palmas, Ajuy, Casillas del Ángel o el Barranco de La Torre para comprobar el desastre. Sufren de estrés y depresión, lo que los expertos califican como “estrés hídrico” y “depresión vegetativa”. Además, están muy enfermas. Decenas de palmeras, algunas con más de un siglo de antigüedad, son ya tristes mástiles desmochados mirando al cielo. Otras languidecen con apenas unas pocas hojas verdes en cogollos secos, cabezas ladeadas, colores polvorientos, prueba evidente de su extrema debilidad. Son las últimas de una vieja estirpe imposible de reemplazar.
El consultor medioambiental Eduardo Fránquiz calcula que en Las Peñitas ha muerto en los últimos 10 años el 35 por ciento de las palmeras. Y que al menos otro 20 por ciento está en las últimas, un número que no para de crecer mes a mes, acelerando un colapso dramático que sigue sin encontrar respuesta en las autoridades, ajenas a la desaparición de tan importante elemento de la naturaleza y el paisaje de Fuerteventura. En Ajuy y Vega de Río Palmas el triste cementerio de palmeras secas no para de crecer. Las del Barranco de Buen Paso están igual o peor a pesar de su gran valor, pues a decir del experto del Gobierno de Canarias Carlos Samarín, son (o eran) el último reducto de palmeral canario puro de Fuerteventura.
Llevan años, seguramente décadas, resistiendo a duras penas los efectos cada vez más extremos del cambio climático, sequías sin fin y temperaturas anormalmente altas durante todo el año, igual de día que de noche, igual en verano que en invierno. También sufren el abandono del mundo rural, de un sabio manejo del paisaje capaz de aprovechar al máximo las escasas lluvias enriqueciendo el suelo, alimentando fuentes y acuíferos, pero que de golpe ha desaparecido. De nada sirve ahora recordar la nostálgica frase del replicante de Blade Runner, ponernos serios y decir con voz pomposa: “Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia”, porque no va a llover ni se le espera. Hace mucho que las lágrimas de los palmerales naturales majoreros se secaron.
Y eso que eran las más fuertes, las mejor preparadas para resistir el cataclismo. Hijas y nietas del desierto, herederas genéticas de esas primeras palmeras heroicas que desde África colonizaron hace millones de años Fuerteventura, en sus barrancos se adaptaron e hicieron diferentes, una especie distinta y única en el mundo, para desde aquí extenderse por Canarias. En tan largo tiempo han sobrevivido a toda clase de hecatombes ambientales, pero con esta última, la provocada por los seres humanos, se muestran impotentes. La extinción se cierne sobre ellas.
No se podan
“Las hemos abandonado a su suerte”, se lamenta el técnico Eduardo Fránquiz. “Están muriendo a un ritmo galopante por inanición y deshidratación”. Lo ratifica el experto en flora canaria Marco Díaz-Bertrana. La palmera canaria es oficialmente el símbolo vegetal de la comunidad autónoma, pero en su opinión, “nunca a un vegetal se le dio tanta importancia por la administración para luego dejarla a merced de manos inexpertas que condicionan su salud, abandonada a plagas, enfermedades y sequías”.
Tan señalado símbolo vegetal está ahora mismo, en su amarga opinión de experto, en manos de “mata palmeras”. Así denomina a esas actuaciones tan habituales de ayuntamientos y Cabildo que todos los años, con la terquedad del inconsciente, se empeñan en gastar grandes sumas de dinero en trabajos de mejora ambiental de los palmerales que básicamente consisten en su poda anual (algunas veces bianual), algo que todos los expertos consultados tachan de despropósito, una inútil temeridad. Y aún peor, una fuente de debilitamiento, pues las heridas hechas durante la poda se convierten en peligrosa vía de entrada de enfermedades y plagas.
Palmeras con más de un siglo de antigüedad son ya tristes mástiles desmochados
Porque algo que sin duda asombrará al lector es que el primer mandamiento para cuidar una palmera es taxativo: “Las palmeras no se podan”. Al menos las naturales, las que crecen en el campo. Las urbanas sí se pueden podar, pero debería hacerse con sumo cuidado para evitar que las palmas bajas dificulten el movimiento de vehículos y peatones por las calles o puedan suponer algún problema de seguridad en los parques o viviendas cercanas.
Las palmeras llevan millones de años creciendo en Canarias sin necesidad de podadores humanos; las hojas más viejas se secan y caen solas de manera natural, aportando con su descomposición materia orgánica al propio árbol. La forma natural de su cabeza es la de una gran bola redondeada mecida por el viento y nunca la triangular que las sucesivas podas de jardinería se empeñan en mantener. “En Canarias cada vez se utiliza más la motosierra, a lo que se añaden los trepolines para subir que dañan el tronco, cortes de hojas verdes y tremendos cepillados. Pero después nos quejamos de que las palmeras pierden vitalidad y terminan cayendo al suelo”, critica Díaz-Bertrana.
Lo de cepillar los troncos para dejarlos mondos y lirondos es algo que contraviene la normativa vigente, que prohíbe expresamente dicha práctica. Pero se sigue haciendo. “Este tipo de acciones desvirtúan la morfología típica de la palmera canaria, hace heridas propiciando la entrada de patógenos y elimina hojas verdes que necesita la palma para sintetizar su alimento a través de la función clorofílica. Es algo espantoso e ilegal”, se lamenta el técnico ambiental experto en botánica canaria. Porque desde 2007 en Canarias está prohibido el corte de hojas verdes y el uso de motosierra, dos prácticas que siguen siendo habituales en el Archipiélago. “No podemos seguir gastando dinero en matar palmeras”, sentencia el especialista.
El otro picudo
Todos recordarán la terrible plaga de picudo rojo, ese escarabajo gigantesco llegado a Fuerteventura en 2005 como polizón desde Asia en cargamentos de palmeras norteafricanas y que a punto estuvo de acabar con los ejemplares de toda Canarias. Después de una espectacular campaña de eliminación que se alargó durante cinco años, fue necesario talar más de medio millar de palmeras y costó más de seis millones de euros. El Archipiélago ha sido el primer territorio del mundo en conseguir erradicar a tan peligroso insecto.
Pero nos olvidamos de otro picudo igualmente asesino de las palmeras que sigue causando estragos sin que, de momento, se haya puesto en marcha un plan semejante para luchar contra él. Seguramente porque ya está tan extendido que su eliminación resulta imposible.
Es la Diocalandra frumenti, conocida como picudo de las palmeras o de las cuatro manchas del cocotero. Más pequeño y menos espectacular que el rojo, resulta igualmente mortal para los árboles, especialmente los majoreros, debilitados por el tremendo estrés hídrico provocado tras tantos años de sequía y altas temperaturas. Pequeño, de color pardo oscuro, ataca sólo a palmeras y en particular a la palmera canaria.
“Están muriendo a un ritmo galopante por inanición y deshidratación”
Originario del sudeste asiático, se localizó por primera vez en Gran Canaria en 1998. Actualmente está presente en todas las islas menos en El Hierro y La Graciosa, pero de momento no ha llegado ni a la Península ni al resto de Europa. Además de debilitar al árbol consumiendo su savia, es vector de enfermedades letales como la podredumbre negra o el ballout. Al cabo de unos años, dependiendo del grado de afección, llega a matar a la planta. “Este picudo es peor que el rojo”, asegura Díaz-Bertrana. “El rojo es un sibarita, elige solo las palmeras mejores, las más cuidadas en los jardines, pero la Diocalandra se lo zampa todo; su avance es más lento pero más letal”.
Descontrolada, sin programas de seguimiento ni planes de eliminación, en los últimos años la plaga del “picudín”, como también se conoce, se ha extendido con virulencia por Fuerteventura. Pruebas evidentes de su inexorable avance son las muchas palmeras con síntomas de decaimiento, seca prematura de las hojas, presencia de hojas quebradas por encima de las últimas púas, pero sobre todo infinidad de pequeños orificios circulares en la base de las hojas, convertidas en auténticos coladores, galerías longitudinales perforadas por sus larvas de donde han salido volando cientos de miles de adultos en busca de otras palmeras a las que contagiar.
El voraz bichejo está catalogado por el Ministerio de Medio Ambiente como especie exótica invasora, en un documento oficial donde se advierte que, de no hacerse algo con urgencia, esta plaga podría provocar la desaparición de los palmerales canarios en apenas 10 años. Pero también reconoce que “debido a su modo de vida oculto en el interior de las plantas, esta especie es difícil de detectar y las herramientas para su control son escasas”. De acuerdo con el informe, el principal factor de expansión de la plaga es “una mala gestión de las herramientas y residuos de poda”, esas podas que tanto critican por inútiles los especialistas.
Evitar la muerte
El Gobierno de Canarias convocó hace años una mesa técnica de expertos. Se celebraron varios encuentros donde se debatió el problema del picudo de las cuatro manchas del cocotero y se acordó un detallado plan de actuaciones que nunca ha sido desarrollado con eficiencia. Consistiría en estudiar todos los palmerales naturales para determinar su estado actual de salud, plagas y actuaciones urgentes. Aquellos ejemplares más afectados por la Diocalandra deberían ser tratados o eliminados con celeridad.
Respecto a las palmeras más aisladas, los esfuerzos deberían centrarse en cuidar a las más singulares. “Que no se muera ni una palmera vieja más”, ruega Marco Díaz-Bertrana. Lo dice reconociendo que salvar a todas es misión imposible, no hay recursos suficientes para poder intervenir en todas. Solo en Fuerteventura hay censadas más de 75.000 palmeras canarias, aunque la mayoría están en zonas ajardinadas. Las que ocupan zonas naturales y espacios rurales son muchas menos, alrededor de 30.000.
La expansión de la plaga es por “una mala gestión de las herramientas y residuos de poda”
Haría falta tener un censo actualizado de ejemplares, uno por uno, con diagnóstico fitopatológico detallado, planificación casi personalizada de tratamientos, labores culturales, asesoramiento a los propietarios y campañas de concienciación.
Por otro lado, es importante realizar plantaciones de nuevos ejemplares que permitan cubrir las bajas de las que se van muriendo, y proteger a las pocas que nacen de manera natural. Unas actuaciones que suponen, en primer lugar, controlar a las cabras, responsables directas de la muerte por ramoneo de las palmeras más jóvenes, pero también de los dátiles e incluso de un fuerte pisoteo del suelo que impide el nacimiento de nuevos ejemplares. En Las Peñitas hace más de 70 años que no nace una palmera nueva.
Los consejos de Marcos Díaz-Betrana suenan más a sueños de quien se declara “plantista” en lugar de animalista. “Hay que cuidarlas, no tocarlas o hacerlo con cariño, ayudarlas a salir de este momento tan malo que están sufriendo, que cuando llueva les llegue el agua a las gavias y las pocetas, regenerar los suelos, controlar el ganado”. La realidad es, de momento, trágicamente diferente.
Comentarios
1 Lo perdemos todo Vie, 22/03/2024 - 08:48
2 Anónimo Vie, 22/03/2024 - 08:50
3 Hagan periodismo Vie, 22/03/2024 - 08:53
4 Majorero Vie, 22/03/2024 - 10:59
5 Anónimo Vie, 22/03/2024 - 18:19
6 Anónimo Sáb, 23/03/2024 - 07:25
7 Vecino de la Oliva Sáb, 23/03/2024 - 13:07
8 Vecina Jue, 28/03/2024 - 07:45
9 Kevin Dom, 27/10/2024 - 16:55
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