0 COMENTARIOS 07/06/2022 - 07:57

Soy la sombra de un almendro,
soy volcán, salitre y lava.
Repartido en ocho peñas
late el pulso de mi alma.
Soy la historia y el futuro,
corazón que alumbra el alba
de unas islas que amanecen
navegando la esperanza.

Luchadoras en nobleza
bregan el terrero limpio
de la libertad.
Ésta es la tierra amada:
mis Islas Canarias.
Como un solo ser
juntas soñarán
un rumor de paz
sobre el ancho mar.

La letra del himno de Canarias se nos aparece como exponente impecable de la conexión de los residentes de las Islas con su territorio, que es este espacio compartido en medio del Atlántico. Incluso por exceso, me atrevería a afirmar. El himno autonómico, y no creo que sea casualidad, alude con mayor intensidad a los elementos físicos, como el mar y el volcán, que a las personas que viven sobre ellos, en este caso los ciudadanos de las Islas, todo con el obligado aderezo inicial de los almendros que rememoran los versos de Estébanez, que entroncan a su vez con una visión romántica y romantizada sobre lo que podría entenderse como patria.

Canarias es un lugar privilegiado para vivir, la belleza de nuestras islas es excepcional, sus paisajes dejan una impronta inolvidable, la diversidad natural resulta exuberante, el alisio riega nuestro clima benigno y subtropical. Todas estas cosas son ciertas e inundan un imaginario construido sobre las Islas. Quien lo niegue o cuestione, no entiende Canarias o acaso ni merece vivir en estas islas. Esta versión de las Islas es real, pero también limitante, como casi todas las crónicas románticas sobre un lugar, devotas a su vez de cantos que plantean realidades ya no solo indiscutibles, sino también estáticas.

Pero quizá sería adecuado que en las fechas de celebración del Día de Canarias fuéramos capaces de algo más que articular mensajes sobre “lo bonita que es Canarias” y hasta qué punto hemos sido bendecidos por haber nacido o vivir en un territorio tan singular y hermoso. Porque al final lo importante no es solo el espacio físico sino lo que hacemos en él y con él. Y el himno de Canarias desarrolla un hilo narrativo sobre Canarias, pero no tanto sobre los canarios, sin duda como consecuencia del momento en el que fue escrito, un tiempo contemporáneo que reclama consensos, un espacio ahistórico propicio para la sentimentalización de la ciudadanía. No es una crítica, es una descripción: los cantos colectivos son hijos de su contexto.  No lo podemos pedir a Canarias la letra de la Marsellesa, como tampoco el himno revolucionario francés sería entendido por nadie si dedicara sus estrofas marciales a las cumbres alpinas o las playas de Bretaña.

Quizá sería un ejercicio valioso hacernos algunas preguntas sobre la conexión de los canarios con nuestro territorio y los esfuerzos que estamos dispuestos a afrontar para vivir en este archipiélago de “volcán, salitre y lava”, que a fin de cuentas es una derivada del “vergel de belleza sin par” glosado en el conocido pasodoble. Porque no estamos solos, cierto es, en la carrera autodestructiva que pone en riesgo el clima de Canarias y por tanto su existencia misma como destino turístico de primer nivel mundial. El calentamiento global afecta y es responsabilidad de todos, pero hay intersticios de este planeta que lo sufrirán con particular dureza. Mientras para unos puede suponer inundaciones, sequías y hambrunas, que además nos pasarán cerca (y lo estamos percibiendo ya), en Canarias la amenaza cierta se traduce en tropicalización de las aguas y desertización de las medianías, amén de esa subida en el nivel del océano que será muy dañina para un territorio básicamente habitado en el litoral. Y la pregunta no es si somos capaces de evitarlo, que no lo somos, sino si hemos entendido que nuestra parte de la tarea es innegociable, que la lucha por la reversión a largo plazo de la antropización también nos concierne, no es cosa solo de los europeos ricos que además nos visitan con admirable fidelidad, sino de nosotros mismos. Asumir esa tarea supone más que cantar las excelencias de nuestra tierra, y seguramente es una prueba de amor más consistente que el “canto almibarado”, que diría Braulio, porque este puede paralizarnos en la defensa de una realidad estática, por ello falsa y sobre todo pueril.

El infantilismo es sin duda uno de los males más extendidos y severos de nuestro tiempo, sobre todo en los países desarrollados (el nuestro lo es), porque donde la pobreza aprieta hay poco espacio para la frivolidad. Canarias es un todo, no es una sucesión de postales turísticas ni un catálogo de tesoros naturales. Canarias es, por supuesto, mucho más que la suma de ocho islas, y para convertirla en, como dirían en EEUU, una “unión más perfecta”, podríamos hacer el ejercicio de romper con la comodidad de extasiarnos con nuestra propia belleza natural, para empezar porque supone un obstáculo para entender y combatir nuestra propia versión de la fealdad, en este caso en forma de desigualdad social y ausencia de expectativas reales para un porcentaje no menor de la sociedad de las Islas.

Hay elementos que ya sabemos que no nos van a ayudar: el citado infantilismo, ese mantra que nos lleva a hacernos siempre las víctimas, cuando lo mejor que podríamos hacer es construir una Canarias influyente dentro de España, pero no por lo que reclama, sino por lo que demuestra. Eso y huir un poco de ciertas nostalgias sobre un pasado no vivido por la inmensa mayoría de nuestros ciudadanos. Porque añorar tiempos que no conocimos es una de las armas más eficaces y dañinas de la mente humana, y en Canarias ese ejercicio está, como cantaba Arístides Moreno, “a la orden del día” al igual que nuestros plátanos. La cohesión de las Islas, su capacidad de influencia en el mundo del siglo XXI, la unidad (por supuesto) y una lectura comprometida sobre el desafío ambiental son las claves que definirán a la Canarias de este tiempo, y ninguna es sencilla. Pero son necesarias para hacer realidad el rumor de paz sobre el ancho mar que pregona nuestro himno y que se supone queremos alcanzar.

 

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