Fernando Quintana, viendo pasar la vida de Puerto desde la peluquería
Ha recibido ofertas para vender su propiedad, pero se niega a abandonarla. Y allí sigue instalado, la mayor parte del tiempo sentado en su improvisada terraza con vistas al mar
Su peluquería de Puerto del Rosario se ha convertido también en su casa y los vecinos de la avenida en sus protectores. Fernando Quintana ha cortado muchos cabellos, pero ahora solo lo hace para sus amigos. “Hoy no ha venido nadie, ayer vino uno, otros días vienen dos, y así. Ya solo pelo a cuatro viejos”, cuenta este grancanario de Arucas que llegó a Fuerteventura hace 61 años para hacer la mili y se quedó.
“Me destinaron a la peluquería de la tropa de mi compañía. Allí había trabajo a diario, con más de 200 soldados obligados a pelarse cada diez días”, rememora. Hizo buena amistad con el teniente comandante Ángel García, quien siguió sus consejos de rapar, cuando advirtió una plaga de chinches que escapaban de debajo de los colchones. “El problema es que no teníamos agua corriente. Nos duchábamos una vez a la semana”, asegura.
Fernando, que va “camino de los 78 años” y es toda una institución en la avenida, guarda cierto resentimiento con la vida misma. Como autónomo de otra época, solo percibe una pensión no contributiva de 390 euros, reciente subida de cinco euros incluida. Además, el cuerpo no le responde, está sordo y sufre problemas de psicomotricidad. Se lamenta de que sus hijos no le visitan tan frecuentemente como le gustaría y asegura que le han robado tres televisores del minúsculo habitáculo en el que reside. Ahora tiene un aparato tan grande y cuadrado que posiblemente quede a salvo de los amigos de lo ajeno, al menos de lo ajeno de última generación.
A pesar de todo, Fernando dice ser feliz en su rincón, por otra parte privilegiado, frente al mar, con una sencillez que le evita preocupaciones. En realidad, la peluquería estaba en el local de al lado. “Se lo vendí a Pepe Jorge y él me habilitó este cuarto, tengo mi aseo y aquí pelo también”, explica. En seis metros cuadrados hace vida y trabaja. “Me suelen dar diez euros por corte, aunque, si no tienen, ocho está bien o lo que me den”. Duerme en el colchón que hace de sofá durante el día y suele estar sentado en una silla en el marco de la puerta, una imagen que se ha convertido en un icono de la ciudad.
Recuerda días más prósperos en Mauritaria. “Me había enfadado con mi mujer y contesté a un anuncio que vi en el periódico, pidiendo peluqueros. Pagaban 20.000 pesetas. En aquella época, era un dineral”, dice. Aunque solo estuvo cuatro meses, puede que aquella fuera la época más feliz de su vida. “Tenía una casa grande y era muy querido. La dueña de la peluquería unisex en la que trabajaba me insistió para que me quedara, pero preferí volver cuando me dieron una casa de protección en Las 90 Viviendas”, cuenta.
También influyó la agresión que sufrió por parte de “pescadores españoles”, personas que describe como “rudas y sin educación”, que le hicieron temer por su integridad física. A su vuelta, retomó la peluquería, donde también atendía a las damas y llegó a tener a tres aprendizas, “Soraya, Alma y Eugenia, que ahora están trabajando en su oficio”.
Recuerda días más prósperos en Mauritaria. “Contesté a un anuncio que vi en el periódico, pidiendo peluqueros. Pagaban 20.000 pesetas. En aquella época, era un dineral”
Sin embargo, la peluquería unisex no parecía del gusto de los caballeros: “A los señores les hace sentirse raros”, asegura. Así que se especializó en caballeros y a su negocio acudía “la flor y nata” de Puerto, entre ellos algunos médicos, como Arístides Hernández, Guillermo Sánchez o José Peña.
Fue don Arístides quien le diagnosticó “trombosis” por los mareos que sufre y que hace que le tiemblen las piernas si permanece “más de un minuto” de pie. Y Peña le quitó “el cigarro”. Se mantuvo firme durante once años, pero al final recayó y, ahora pasa temporadas de abstinencia “de tres meses o medio año”. También se confiesa bebedor, aunque muy moderado. “Tomo una sola cerveza a mediodía o un ron miel”, dice.
De la comida se encarga el bar Los Paragüitas, cuyos responsables velan por que no le falte variedad nutricional. “Muchas veces me dan potajes porque no quieren que me alimente de bocadillos”, explica Fernando que, sin embargo, asegura no tener capacidad económica para grandes lujos, con su exigua paga de jubilado.
Ha recibido ofertas para vender su propiedad, aunque muy pequeña, bien situada y anexa a negocios de restauración, pero Fernando se niega a abandonarla. Y allí sigue instalado, la mayor parte del tiempo sentado en su improvisada terraza con vistas al mar, donde suele recibir alguna que otra visita de clientes, a los que atiende únicamente con su peine y sus tijeras, algunos incluso extranjeros residentes en otros municipios de la Isla, “que solo quieren que les corte yo”, sentencia este popular vecino de la avenida.
Comentarios
1 Ana Borja Lun, 13/05/2019 - 10:29
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