Las penurias y alegrías de las familias marineras de Corralejo
Ha pasado de padres a hijos, por la tradición oral, la historia del origen y nacimiento del pueblo de Corralejo. Los residentes más mayores confirman que los primeros moradores fueron pescadores de Lanzarote que se establecieron junto a la playa del núcleo norteño para faenar y poco a poco fabricaron sus casitas. El pasado 30 de Mayo, Día de Canarias, el Colectivo de Afectados del Casco Viejo de Corralejo recogió la Medalla de Oro por la lucha para defender la propiedad de un pueblo. Los residentes más mayores saben de memoria los nombres y apellidos de las familias que habitan desde hace más de un siglo en este pueblo marinero, que ha sido víctima de la especulación urbanística.
María Tomasa Hernández Armas, hija de Antoñito, el farero de Lobos, (Corralejo, julio de 1946) recuerda con todo detalle cuando hicieron en 1958 la casa en la calle La Milagrosa del casco viejo. “Había entonces unas 40 casitas, y yo tenía 12 años”, describe. “El agua se cogía de la playa en bidones -añade Tomasa- y se iban rodando hasta el solar. La piedra se traía en burro de los morros y la cal de los hornos de Los Morales”. “El terreno comprado a la familia Viñoly se fue pagando a diez duros todos los meses, recuerdo unos papelitos que tenía mi padre, pero no se registraba nada porque el despacho estaba en Lanzarote y los hombres salían a pescar, no era necesario”, afirma Tomasa. Los recuerdos de su infancia están ligados al Islote de Lobos, al ser su padre el trabajador del torrero. “Los barcos de vela salían de Corralejo a pescar a África”, señala. Asimismo, asegura que “eran comunes los trueques de pescado, y de otros productos entre las familias de Corralejo que tenían una finquita en las calderas, plantaban millo, trigo o cebada. De aquí viajaban a Lanzarote a cambiarlo por papas, sandía, uvas o un pizco de vino”, rememora Tomasa.
Sandalio Figueroa Santana, de 78 años, no olvidará, de chico, una gran pesca de samas roqueras con su hermano en las Salinas Janubio, “con una caña india que nos trajeron de Las Palmas”. “Si se levantaba la mar tardábamos un día entero para regresar a casa desde Playa Blanca de Lanzarote”, recuerda. “Por desgracia mi madre murió joven, tenía 9 años, éramos ocho hermanos y mi padre salió adelante como pudo pescando, cogiendo conchas que se pagaban a una perra, gracias a la ayuda de muchos vecinos”, cuenta emocionado. “También se salía a remo cuando no soplaba el viento”, añade. “Las calles eran de arena, que pasaba por encima de las casas, se ponían unos tablones, y con las puertas siempre abiertas día y noche”, afirma emocionado Ramón Santana González, de 70 años. “Lo que vi fue mucha miseria con el mar como único recurso para sobrevivir”, confirma.
“Cargaban millo, trigo, centeno y pescado para cambiarlo por verduras, papas, uvas y vino en Lanzarote”, cuenta Tomasa Hernández, la hija de Antoñito ‘el farero’
A sus 90 años, Marcelino Umpiérrez pasó una infancia dura. “Siempre pegado cogiendo carnada, salía con mi padre a pescar, cogíamos cargas de leña y muy joven me fui a trabajar a la zafra del tomate a Las Palmas. Volví y me embarqué al cabotaje, luego a la sardina, después fui a Villacisneros, había que marcharse fuera a trabajar”, resume. Marcelino es el marido de María González Caraballo, la vecina que representó al colectivo y recogió la Medalla de Oro de manos del presidente, Fernando Clavijo, en la gala de los Premios Canarias 2017.
Las mujeres desempeñaron un papel fundamental en la historia de este pueblo, no sólo en las labores domésticas, como cocinar, atender la casa y cuidar de los niños sino que colaboraban en la economía familiar cogiendo carnada, conchas, limpiar, secar y jarear el pescado. También algunas llevaban las cuentas de los barcos, regentaban la tienda de víveres y eran enfermeras y parteras.
“Yo recuerdo que se pasaba mucho trabajo, faltaban cosas, pero se vivía muy feliz, en todas las casas había muchos niños, todas las familias eran pescadoras, los veranos en la playa, y siempre en la calle sin miedo a robos, luego empezaron a venir los turistas pero siempre se les acogía con un trato muy familiar y cariñoso”, reflexiona María González Caraballo (Corralejo, 1931). “Mi padre me ponía a cuidar el ganado de niña y no podía ir a la escuela”, lamenta.
Otra de las hijas del casco viejo de Corralejo es María Umpiérrez Morera (1942) comenta detalles del pueblo, las mujeres cuidando de las cabras y con la comida al fuego. Se cuidaba el ganado para que no se escapara porque si las cabras salían de la finca los medianeros las metían 'al corral del consejo', y el alcalde de barrio obligaba a pagar. “Ahí siguen los nidos de ametralladora que puso el Ejército en la guerra, hay dos en la marisma del pueblo”, asegura. “La fonda Candelarita era el único restaurante para comer en el pueblo hace 40 o 50 años”, comenta María y así cientos de anécdotas.
Entre las numerosas historias de la infancia de Tomasa en el Islote de Lobos destaca que nunca vio lobos marinos, “pero sí muchos barcos, algunos de contrabando como uno francés que encalló y se enterró en la playa del Islote cuando tenía unos seis o siete años, venía cargado de productos en cerámicas, a ver si esas son las vasijas que han encontrado ahora y dicen que son romanas y sólo tienen 60 años”, cuenta sonriente la hija de Antoñito, familia que regentó el único restaurante de Lobos.
Historia de la lucha
El Comité de Afectados del Casco Viejo de Corralejo es un colectivo ciudadano que se formó hace 14 años con el objetivo de defender el derecho de los legítimos propietarios de un centenar de viviendas del casco histórico de Corralejo, ante las acciones de empresas y particulares interesados con especular y obtener beneficios económicos falseando y forzando la legalidad vigente.
Las mujeres desempeñaron un papel fundamental en la historia de este pueblo, no sólo en las labores domésticas, como cocinar, atender la casa y cuidar de los niños, sino que colaboraban en la economía familiar
Esta es una lucha en defensa de los derechos históricos de su pueblo, pero al mismo tiempo es una llamada de atención para concienciar al resto de vecinos de la Isla y del Archipiélago canario sobre las artimañas de las que se valen estos ‘tiburones de tierra adentro’ para adueñarse de propiedades de manera fraudulenta.
“Hemos conseguido llevar cada caso a los tribunales de forma individualizada, porque somos conscientes de que el camino que encaramos se completa paso a paso”, comenta el representante del colectivo, Miguel Socorro. “Sin prisas pero sin pausa”, recalca. Hasta el momento, la Justicia les está dando la razón, y ya van 114 sentencias ganadas, “porque han visto en todos los procedimientos celebrados que las casas que están enclavadas en el casco histórico de Corralejo son de los propios vecinos, que a pesar de no tenerlas registradas, son viviendas que heredaron de sus antepasados y que dieron lugar al nacimiento del pueblo de Corralejo”, explica el portavoz vecinal.
El residente José Morera, de 71 años, asegura que en su hogar han sufrido mucho con el conflicto de las viviendas “que se quisieron quedar cuatro golfos, lo que con mucho esfuerzo compró mi padre”, insiste. “Nuestra casa tuvo bastante polémica porque se metió gente y la hipotecaron, pero ya se resolvió en los juzgados y vamos a escriturarla por fin porque esa casa la compró mi padre en 1946 al vecino Nazario”, desvela Morera.
Así se cuenta la historia de este pueblo que sigue inmerso en una batalla judicial que avanza demasiado lenta, mientras que los más viejos del lugar fallecen sin conocer su desenlace.
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