EL PERISCOPIO
Por Juan Manuel Bethencourt
La polarización de los discursos en este tiempo tiene mucho que ver con la fácil tentación de actuar y comunicar siempre con viento a favor
“Cuando no sepas cuál es el camino del deber, escoge el más difícil”. Guardo como oro en paño esta frase escrita por Indro Montanelli, uno de los mejores periodistas (acaso también el más ingenioso) del convulso siglo XX europeo. Es una de esas sentencias de aplicación universal, válida para cada aspecto del comportamiento humano. También para la política, por supuesto. De hecho, esta disyuntiva, la opción entre lo cómodo y lo complejo, asoma cada día en la gestión de los asuntos públicos, en todos los ámbitos. Y de la respuesta a este dilema resulta la construcción de un discurso u otro, con las consecuencias derivadas de cada opción. La actual radicalidad de los mensajes, la polarización de los discursos en este tiempo, tiene mucho que ver con esto, con la fácil tentación de actuar y comunicar siempre con viento a favor. Los resultados, claro, son mediocres. No le pidas al cuerpo estar en forma bajo la ley del mínimo esfuerzo, hay algunas leyes universales que entiende todo el mundo y que, sin embargo, resultan muy difíciles de cumplir, porque, como dejó escrito otro gigante, George Orwell, “ver lo que tiene uno delante supone un esfuerzo constante”. Vamos a poner algunos ejemplos muy claros.
La izquierda, española y de otras latitudes, se refugia en la obsesión por la pureza. El mundo ha de ser dividido en buenos y malos ciudadanos, unos comprometidos con el bien común, la piedad y la tolerancia, otros dedicados a perpetrar los males absolutos del capitalismo salvaje. Es una lectura muy estereotipada de nuestra realidad, pero resulta tan cómoda que sirve de amparo a cualquier cosa, como la justificación de acuerdos bajo la premisa de “frenar a la ultraderecha”. Es lo que podríamos llamar, según la dialéctica de Pedro Sánchez, la teoría del muro, pues así la formuló el presidente del Gobierno en su discurso de investidura, en uno de esos errores de comunicación política que sorprende ver a ciertos niveles de exigencia y, se supone, excelencia. Con su torpe eslogan, el líder del PSOE le regaló una frase al PP: Sánchez levanta muros y nosotros tendemos puentes. Es una falsedad, por supuesto, porque la derecha española lleva décadas luchando con denuedo contra cualquier entendimiento transversal en este país. En el pecado lleva la penitencia, con el surgimiento de un movimiento político aún más radical a su derecha, utilizado a su vez como espantajo por los dirigentes socialistas para legitimar sus incoherencias. Pero estaremos de acuerdo en que ser progresista en este país debe suponer algo más que el rechazo al antiliberalismo paleto de Vox.
Hemos abrazado otro mantra de notable éxito en las Islas: somos víctimas permanentes de algo o alguien
El camino fácil de la derecha es el patriotismo, deberíamos decir el nacionalismo español, si para empezar queremos llamar a las cosas por su nombre. Tras el deplorable “España nos roba” de los separatistas catalanes, llega su secuela (¿quizá precuela?) del “Cataluña nos roba (con ayuda de Sánchez)”, formulada por PP y Vox por la condonación parcial de la deuda de esa comunidad autónoma. Esto, obviamente, es música en los oídos de Junts y ERC, que reciben el pase de gol perfecto para recordar su déficit fiscal y el rol de Cataluña como contribuyente neto del Estado español (que lo es). Para los dirigentes del PP, solo hay un modo de ser un buen ciudadano español, y este pasa por defender no la España unida a la que ha aludido el rey Felipe VI, sino la España unívoca, en la que solo hay una identidad tolerable y el resto huele a traición. Es un camino rentable, pero deprimente: vamos a Andalucía, cargamos contra Cataluña y nos llevamos un saco de votos. ¿Es esto un ejemplo de patriotismo? No lo parece, la verdad. La España unitaria que recela y hasta sataniza su diversidad histórica y cultural (el catalán, el euskera, el gallego, ¿acaso no son idiomas españoles también?) es sin duda una España más fácil de gobernar, pero es también una España peor.
No nos escondamos, en Canarias también nos enfrentamos al dilema entre la pastilla roja y la pastilla azul (de Matrix, no de la ideología). Hemos evolucionado, pero no necesariamente para bien. En los inicios de la autonomía fue el pleito insular el catalizador de la política fácil. Si algo iba mal, sería culpa del vecino o del Gobierno de turno por privilegiar a una isla capitalina en detrimento de la otra. Recuerdo con pavor aquellos titulares anuales cuando era hecho público el Presupuesto autonómico, y los alardes tipográficos sobre la inversión media por habitante en Gran Canaria o Tenerife. Esto ha ido a menos y quizá debamos agradecerlo a las islas no capitalinas, por su mayor presencia en el debate político autonómico. A cambio, hemos abrazado otro mantra de notable éxito en las Islas: somos víctimas permanentes de algo o alguien, sea por lo general Madrid y a veces los tecnócratas rubios de Bruselas, ergo podemos ir de víctimas en modo bucle, una actitud que tiene la consecuencia de eludir mirarnos al espejo y formular algunas preguntas fundamentales: ¿por qué estamos en el furgón de cola?, ¿por qué preferimos ser vagón que locomotora?, ¿por qué no intentamos dar ejemplo en lugar de producir lástima? Quien se atreva a hacerlo correrá riesgos, de eso no hay duda, pero reformulará el marco discursivo de las Islas y tratará a los canarios como mayores de edad. Porque vivir en una adolescencia permanente es algo no solo cansado, sino también aburrido.
Comentarios
1 Anónimo Jue, 14/12/2023 - 23:10
2 Anónimo Vie, 22/12/2023 - 08:39
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